la princesa
La princesa
que
se convirtió en reina
La
niña de nombre Anabolena, que soñaba con ser reina venía de una
familia real con todas las posibilidades de serlo por cuanto era la
única hija de la reina María que tuvo con el rey Carlos, quien
había fallecido por una enfermedad que los médicos le
diagnosticaron como enfermedad terminal, es decir, denominada
Leucemia o conocida como cáncer en la sangre. Se realizaron todos
los esfuerzos imposibles con tal de salvar al rey de las tinieblas
y de la afilada guadaña; pero éste fue afortunado porque Dios
misericordioso le abrió un cupo y se lo llevó a vivir la vida
eterna, pues fue un rey bueno, amoroso con su familia, con su gente,
de grandes principios éticos, respetuoso y condescendiente con los
impuestos que debían tributar a su país. El dolor de su pueblo fue
amargo al fallecer. Todo el mundo lo quería y a su esposa la reina
la miraban como una madre gentil, amable y comprensiva. Al morir el
rey la reina tomó el mando, se afianzó en su trono y no se interesó
más por desposarse sino tener por compañero a su pueblo que tanto
amaba.
Muchos
caballeros importantes y de origen noble la pretendían; pero la
reina madre, como la empezaron a llamar, se resistía aun cuando
había un rey joven, bello y culto enamorado, lo amó toda su vida.
Fue un sentimiento puro, lejano, hecho de ensueño y de recuerdos.
Como dicen algunos: no se malogró la historia porque no se consumó.
Ella prefería tener un ideal a tener un novio: el arte y la poesía
los envolvían en un nimbo de castidad. Es decir, el joven rey,
enamorado, sólo se quedó con ésta atracción amorosa como la
fuerza irresistible con que le atraería el
rostro
de una estatua, como la de una mujer de piedra o de una casta mujer.
Ésta era su musa inspiradora, asombrosa y al tiempo su sueño
halagador, convertido en versos blancos y puros para un amor
anhelado.
Sin
embargo, la reina se sentía muy cómoda y, nunca sola, gobernando al
advertir cómo su gente la quería, por lo tanto en ningún momento
tuvo pensado renunciar sino más bien esperar que la muerte la
separara de tan agradecido pueblo, del que era motivo de admiración,
envidia, intrigas y del que su única heredera era su hija Anabolena.
Anabolena
llevaba en su sangre el poder, el mando cautivado en su corazón como
paradigma concebido de los genes de sus padres. Desde niña admiraba
el mando de los dos, la retórica empleada, su filosofía, las
relaciones nobles con la iglesia, su cooperación con la misma. La
aceptación del obispo, de los religiosos en el tipo de gobierno que
ejercían y todo el boato, la elocuencia que empleaban para dirigirse
tanto al pueblo como a la crema innata de la sociedad, a la
aristocracia, a la política, a las artes, a la literatura y en las
pomposas fiestas de palacio con toda la prosopopeya.
La
niña por antonomasia nació con ese don de poder y de dominio,
cualidades que fueron aumentando en la medida que crecía en su
dignidad de niña y de mujer. Inclusive frente al espejo actuaba,
gesticulando como si fuera una reina y a hurtadillas tomaba una de
las coronas de su madre, una capa azul rey con bordados de oro de
alto relieve que le daba más allá de los pies y el bastón de mando
cuñado de piedras preciosas hecho en oro. Igualmente se calzaba con
los zapatos preciosos de la madre reina, fabricados sobre medidas por
el zapatero real.
Era
tanta su obsesión de ser reina algún día que no le podían faltar
los anillos de bellas piedras, los collares de diamantes, de oro y la
corona. Todas estas alhajas las lucía y la hacían ver muy soñadora,
soñando con un resplandor sorprendente como si fuera la princesa o
la reina de los cuentos de hadas, danzando en el frondoso y verdoso
bosque, en medio
de
bellos animalitos, de rosados duendes y acompañada del dulce canto
de ruiseñores. Corriendo por alcanzar delicadas mariposas
multicolores que al tocar el árbol donde se posaban se alzaban al
aire, algunas con maravilloso contraste, los colores iban y venían,
formaban una fantasía, otras mariposas de un sólo color también
aparecían en el bosque, las de amarillo radiante, con las que soñaba
el nobel, Gabriel García Márquez, quien vibraba al verlas cuando su
inocencia pura de niño las advertía volar de rama en rama que
parecían llamarlo para dialogar y aún adulto esas bellas mariposas
le servían de inspiración, igualmente esa utopía de las mariposas
amarillas las experimentaba y cautivaban a la tierna princesita
Anabolena en su bosque imaginario.
Su
violín sonaba de maravilla, lo mismo su piano y con una voz
angelical.
Al
alcanzar la mayoría de edad, la princesa, ya tenía el perfil para
ser una reina de verdad por la esmerada educación que logró con sus
tutores autorizados por la reina madre María; por qué no, también
del cuidado desde que era un bebecita por parte de su cariñosa
nodriza Isabel, quien se le dedicó como si fuera su propia hija, no
podía ver nada que le incomodara a la niña para estar dispuesta a
correr de inmediato en busca del médico y de alguna de sus medicinas
que la aliviara, igual el de mantener enterada oportunamente a la
reina madre de su estado de salud, incluso, del comportamiento que
debía guardar durante su vida normal orientada hacia los buenos
modales, un buen uso de su lenguaje, el buen trato-amistoso-, y el
respeto con las demás personas.
Toda
esa formación más los protocolos para que se pudiera conducir de
manera brillante y exquisita, la llevaron a ser una mujer integral,
madura, preparada para asumir grandes retos en su vida. Entonces la
reina madre al ver esto depositó toda su confianza en su hija y
empezó a delegar en ella responsabilidades dentro y fuera de
palacio como la administración interna del mismo apoyada por sus
ministros. A su vez algunas funciones de tipo nacional e
internacional.
Lo
anterior obedeció a que la reina María ya llevaba mucho tiempo de
reinado, no estaba ni tan cerca ni tan lejos del siglo, de años de
edad; pero quería experimentar con su hija la única heredera quien
se desempeñaba muy bien desde que asumió sus compromisos. Además
la reina madre gozaba de casi total salud que sólo se le tenía
prohibido por los médicos comer ciertos alimentos de los cuales
estaban enterados el Chef real y toda la grey de la cocina que eran
de su entera confianza. Éstos tenían un pedigrí de servicio real
de excelencia inimaginable por los tantos años de experiencia de
servir a la reina. Habían envejecido con ella y también la querían—
pero mucho—, que tenían un estricto control previo, durante y
posterior en la preparación de los alimentos.
De
pronto cualquier día por descuido, los cocineros y las cocineras
reales mezclaron las recetas sin mala intención, preparando la
comida con los ingredientes que le habían quitado los médicos a la
reina madre y como lo pueden advertir su muerte fue inmediata. La
grey de cocineros inocentes de lo que habían hecho la lloraron, por
supuesto su hija también y todo el pueblo. Surgieron como
consecuencia de su deceso conjeturas de cual podría ser la causa de
su fallecimiento y la más evidente fue consignada en el acta de
defunción como muerte natural.
Entonces
en medio del sepelio y del duelo de la reina María, alguien tenía
que asumir el mando; su hija Anabolena fue ungida con el más alto de
los títulos de un reinado, como reina de su país. Quien gozaba de
la lozana y hermosa vida de una flor en primavera. Tuvo una
existencia longeva como su madre y gobernó por muchos años. Y
también su pueblo le llamaba la Reina Madre porque al desposarse, el
destino le jugó una mala partida como a su madre, quitándole a su
marido a temprana edad. Tuvo un hijo varón y nunca más se casó.
También admirada por su belleza angelical, envidiada, codiciada por
nobles pretendientes y por poetas que le cantaban y le profesaban su
amor platónico.
—Fin—
2014-04-21. Medellín.
Antioquia. Colombia. R. Arévalo.(Simón Mayrs).